Por: Luis
E. Herrera
- 10/08/2014
El trabajo, además de
permitir obtener los recursos necesarios para la subsistencia de las
personas, dignifica y las hace sentir útiles. Como si esto fuera
poco, tiene efectos importantes en la economía, siendo uno de los
factores que generan, junto a los recursos naturales y al capital, la
producción y el crecimiento económico.
Si la generación de trabajo
se origina en fuentes genuinas y estables, contribuye no sólo al
crecimiento sino también al desarrollo del país y de sus
habitantes.
Ahora bien, para generar
fuentes de trabajo que cumplan con las características de
estabilidad y previsibilidad hacen falta inversiones. Y éstas
requieren aplicaciones específicas de fondos.
En la economía, como en
muchas cuestiones de nuestra vida, las expectativas y la confianza
son determinantes a la hora de tomar decisiones (¡como en la vida
misma!).
Las complicaciones derivadas
de la falta de acuerdo en la forma de pago de nuestras obligaciones
con los mercados financieros internacionales atentan contra nuestra
imagen de país confiable y, por lo dicho, retrasan o ponen en duda
las decisiones vinculadas a la inversión productiva.
Particularmente, creemos que
no estamos viendo una situación que provoque una exclusión total de
nuestro país de los mercados internacionales, sino algunas
cuestiones que provocan dudas y que se deberán negociar con
inteligencia para menguar sus efectos.
Volviendo a la cuestión
central de la generación de trabajo, si está vedada o es complicada
la posibilidad de atraer inversiones, tenemos que explorar otras
alternativas.
Es aquí donde debe hacer su
aparición el estado, con políticas tendientes al crecimiento y el
desarrollo. Estas políticas, vemos, están orientadas en muchos
casos a estimular el consumo de las personas lo que, se supone,
creará demanda de bienes y servicios que las empresas deberán
atender con mayor producción, creando así fuentes de trabajo. Sin
embargo, hasta el momento este enfoque fue insuficiente, más allá
del efecto pasajero que tiene en las personas la satisfacción
inmediata brindada por el consumo.
Aquí haremos una distinción
entre el consumo corriente y el gasto a largo plazo de las personas.
Llamamos consumo corriente a todos aquellos bienes y servicios que se
adquieren para cubrir necesidades primarias y básicas: alimento,
vestimenta. El gasto a largo plazo estaría conformado por bienes
tales como la vivienda o los automóviles. Queda claro aquí que, si
bien el consumo corriente nos permite “vivir”; son los bienes
llamados “duraderos” los que permiten el bienestar a largo plazo
y lo que se conoce como “calidad de vida”. Esto último no es
posible de alcanzar si no existe, al menos, una capacidad mínima de
ahorro en las personas. La inflación, entendida como un proceso de
alteración y desfasaje entre los precios relativos de los bienes y
servicios que se comercializan y los ingresos necesarios para
obtenerlos, limita o, directamente impide, el ahorro y la totalidad
del ingreso se destina al consumo corriente.
A nivel país, si no se
cuenta con inversiones externas que generen trabajo, es necesario
estimular a los empresarios locales para alcanzar niveles de
producción que sirvan a tales fines. Entendemos que cualquier medida
en este sentido debe ser tomada e implementada como parte de una
política integral de crecimiento y desarrollo. Los estímulos a
ciertas actividades (como la construcción, habitual generadora de
mano de obra) tendrán efectos a corto plazo si no se articulan con
medidas similares y/o complementarias en otros sectores de la
economía. Nuevamente: la expectativas y la confianza guían las
decisiones, también, de los empresarios argentinos y ello se traduce
en la generación o destrucción de puestos de trabajo.
En nuestra región (norte
riojano), la industria olivícola ha sido por mucho tiempo la vía de
generación de empleo genuino para muchas familias, con producciones
destinadas principalmente a la exportación. Ello generaba el ingreso
de divisas, necesario para sostener el crecimiento. En la actualidad,
el precio del dólar se muestra atractivo para vender al exterior,
pero no es suficiente para brindar, por sí solo, la rentabilidad. Es
que el costo de producción se ha venido incrementando a un ritmo
mayor: servicios en general, combustibles, insumos... A todo esto,
vuelve a hacer su aparición la villana de la película, la
inflación. En una carrera por alcanzar los niveles del aumento
generalizado de los niveles de precios, se han ido acumulando
incrementos salariales para, de alguna manera, mantener el poder
adquisitivo de las familias, cosa que no se está logrando. Dichos
aumentos traen aparejados como consecuencia la suba de las cargas
sociales proporcionales que pagan los empleadores, derivando en el
encarecimiento total de la mano de obra. En consecuencia, este
aumento de costos, sumado a la falta de políticas activas
específicas para el sector olivícola y toda su cadena productiva
(más allá de estímulos provinciales a los pequeños productores),
la inexistencia de un mercado interno que absorba la producción de
aceitunas y sus derivados, contribuye, aún con un dólar alto, a
aumentar la desconfianza y la falta de un horizonte claro que,
sabemos, son fundamentales a la hora de invertir y generar empleo.
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